Ignacio Irulegui

1-¿Dónde escribís?

Mi espacio personal de escritura se reduce a un escritorio ubicado en un ala -levemente aislada- de mi casa. Un lugar solitario.

2- ¿Trabajás en computadora o a mano?

En computadora, siempre. Me crié con ella, casi no concibo otra modalidad para la escritura: la capacidad de edición instantánea es una ventaja insuperable, porque hace coincidir a todas las etapas del proceso escritural en un solo tiempo. La escritura y la corrección convergen en la simultaneidad. Por lo demás, escribir a mano queda reservado -cuando toca- para los momentos previos a la escritura en sí: recoger ideas, notas, apuntes.

3- ¿Escribís todos los días? ¿Tenés un horario fijo?

No escribo todos los días, a menos que esté inmerso en un proyecto que así me lo demande. Por lo general, necesito sentir una predisposición, una pulsión de escritura, que casi siempre existe pero, sin embargo, en ocasiones falta. Forzar esa propensión ausente suele redundar en el fracaso de lo escrito: uno lee las frases esbozadas y siente la textura muerta de las mismas.
En lo que respecta a los horarios, sí. Por bastante tiempo escribí por las tardes, luego viré hacia un horario nocturnal.
Esa aseveración necesita matizarse, porque, de hecho, en parte es mentira: se sobreentiende que de lo que hablamos acá es la escritura privada, a la que hay que sumar la escritura pública promovida por Internet y las redes sociales: ya sea en Facebook o Twitter, prácticamente no hay día en que no escriba algo.

4-¿Cuánto tiempo le dedicás?

El que sea necesario. Aunque es cierto que suelo encuadrarme en franjas regulares. Habitualmente: una hora, hora y media. Depende. Sucede que tardo mucho en escribir: completar una página puede insumirme todo ese rato.

5- ¿Algún ritual, costumbre o manía a la hora de sentarse a escribir?

Todos. Soy un animal de costumbres cristalizadas en la rutina. En lo que concierne a mi experiencia empírica, me siento cómodo en los esquemas programados, en la estructura previsible del rito. Organizan mi proceder y justifican mis decisiones. Sobre todo en lo que atañe a los horarios: si por alguna razón el tiempo previsto para la escritura se ve afectado por otro hecho, entonces ya ese día no voy a escribir. También necesito estar solo y, en lo posible, dentro de un contexto armónico (sin ruidos, sin interrupciones).

6- ¿Cuándo das por terminado un texto? ¿Qué recorrido emprende ese texto?

Sospecho que el total acabamiento de un texto es una quimera, el monstruo al que nunca le podemos dar la estocada final. Así, la idea de «terminación» es la ilusión que creamos para conformarnos. Dicho eso: para mí un texto está “terminado” cuando ya no puede dar más de sí, cuando se torna intocable, cuando sentís que no podrías modificarlo sin alterar su delicado equilibrio; en fin, cuando el texto te vence.

7- ¿Qué relación tenés con tu biblioteca?

El vínculo que me une a mi biblioteca se parece a la paranoia del obsesivo o la del amante celoso, es decir, profundamente egoísta: hay ahí un orden inalterable que es menester conservar a toda costa. No porque ese orden sea de carácter racional (organización por autores, alfabética, género, etc.) sino por ser un orden de carácter secreto, esotérico incluso. Algo que se impone y determina la distribución de los libros desde instancias fantasmáticas, exigiendo de mí una devoción fastidiosa.

8- ¿Qué libro te gustaría leer?

Mis deudas de lectura se cuentan por miles, ciertamente. Sin embargo, hay un libro cuyo espectro instiga mi apetencia y que desearía leer en algún momento de mi vida; es el que, según estimo, lleva el título más bello de la historia de la literatura: la Anatomía de la melancolía, de Robert Burton.

9- ¿Qué cinco libros no pueden faltar en tu biblioteca ideal?

Para evitar futuros arrepentimientos, voy a ser asquerosamente canónico en mi selección: toda biblioteca que se precie debería contar con: la Odisea, la Eneida, la Divina ComediaHamlet (o Macbeth), el QuijoteUlises, y por supuesto, el autor que los contiene a todos: Borges (seamos generosos y consideremos su obra completa como un solo libro). Una lista tan intachable como mezquina.

10- ¿Cuáles son los autores/libros que te parecen más sobrevalorados y cuáles los menos valorados?

Ah, la política literaria. Más allá de los sobrevalorados o minusvalorados (lo cual implica después de todo adjudicarle algún valor), me interesan los autores y libros que, aún poseyendo notorias virtudes, han sido silenciados por el olvido injusto, por cierta incomprensible apatía del campo cultural. Por ejemplo, Marco Denevi, un escritor excepcional que ha dado obras como Rosaura a las diez (cuyas estrategias narrativas se adelantan a Puig, a quien celebramos sin disimulo) o Falsificaciones (la intertextualidad elevada a programa estético). O Leopoldo Marechal, ¿se lee hoy a Leopoldo Marechal? Otro que nunca encajó en el mapa literario argentino fue Sábato, cuya visión artística no comparto, y sin embargo me es imposible negar la grandeza de Abbadón el exterminador.
Por lo demás, jamás vamos a terminar de admirar la supremacía de Borges. A Borges siempre lo vamos a estimar poco, porque nuestras patéticas medidas jamás van a ser suficientes para mensurar su inagotable dimensión.

11- ¿Qué relación tenés con la inspiración?

Conflictiva, como no puede ser de otra manera. Me muevo en una doble razón: por un lado, desconfío de la postura romántica, platónica, del artista como víctima del furor poeticus, arrasado por los vientos de la inspiración divina, todo él pura vía de transmisión del mensaje. Pero tampoco puedo sustraerme al aura mágica que la imagen encierra, a determinada incomprensibilidad del hecho artístico. Creo en el talento y en la potenciación del talento. Estoy del lado de Aristóteles cuando enfatiza la importancia de la técnica y, en consecuencia, suscribo sin reservas la idea de T.S. Eliot: el escritor debe ser il miglior fabbro, el mejor conocedor de las posibilidades de su arte. Básicamente, concuerdo con Horacio: «No veo cómo triunfe la constancia sin vena o el genio sin esfuerzo. La una necesita del otro».
¿De dónde surgen las ideas? ¿Cuál es la alquimia que las produce? A mí me gusta pensarlo como una combinatoria: la mente ensaya posibilidades, mezcla todo lo que está en ella, yuxtapone, conecta. De pronto, entre todo ese collage, aparece una aleación efectiva, un destello que resalta entre los demás, al que podríamos considerar como una epifanía. Ahí hay algo para comenzar.
De todas maneras, me preocupa menos el material a tratar que la forma, la escritura. Mi obsesión es esa. Tener ideas no es suficiente: hay que ser capaz de ponerlas en palabras, encontrar un tono, una textura que las argumente. El tema que más me interesa literariamente es, de hecho, la imposibilidad de la escritura. La negación de la escritura. Conocer lo que uno quiere escribir pero no poder hacerlo por causa de una restricción ignota. No es el famoso problema de la página en blanco, sino algo mucho más desesperante: la certeza paradójica de concebir algo y no poder concretarlo.

12- ¿Cuándo una persona se convierte en un buen lector?

Cuando es capaz de atribuirle un sentido a lo leído, esto es, cuando escribe su lectura (aunque acá homologo la palabra ‘escribir’ al dictum barthesiano sobre la crítica, con la densidad que eso implica, entiendo también la escritura como una instancia más inmediata a la formalización textual: el solo hecho de pensar un entramado de significaciones que elaboren el sentido del texto compone una escritura de grado primario o primitivo). El buen lector, estimo, es aquel que gana cada vez más autonomía en su función de creador de sentidos, para lo cual debe, paralelamente, leer cada vez más.

Bonus Track:
-Experiencias e impresiones de escribir estimulado por alguna sustancia o en un estado de conciencia alterado.

Lo más cerca que he estado de una situación así es haber escrito bajo el influjo de bebidas energizantes. Desconozco si la experiencia tendrá el mérito anecdótico como para entrar en esta respuesta, donde el lector, imagino, espera revelaciones más suculentas, pero cuando uno inunda su torrente sanguíneo con azúcar, cafeína y taurina, siente el ardor nervioso del organismo aceptando la ofrenda estimulante. O acaso todo resulte ser un efecto placebo somático, producto de mi crónica inclinación hacia el rito, que conforma mis expectativas. Como sea, invertí los meses del último verano escribiendo un ensayo por encargo: cerca de la mitad de ese texto fue gestado bajo sucesiva dosis de bebidas energéticas, combustible de una escritura excitada por la magia neuroquímica. Lata tras lata, la efervescencia líquida se traduce en el tecleo, en el tejido de las oraciones, hasta que uno confunde la escritura con los sorbos (estuve a punto de poner libaciones para prolongar el campo semántico de lo litúrgico) que amainan el fluido; en definitiva, escribir parece una transubstanciación de la bebida.

¿Nos mostrás tu biblioteca y tu lugar de trabajo?









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